Entre el infierno y el cielo, galopando entre tinieblas de la periferia al centro del centro a la periferia, el metro. Con ojos de sueño viene cruzando la madrugada; regresará a medianoche con el alma fatigada, el metro. Cargando arriba y abajo íntimos desconocidos, amaneceres y ocasos con dirección al olvido. Por sus arterias discurre presurosa humanidad, el alimento que engorda la ciudad. De reojo se miran, de lejos se tocan, se huelen, se evitan, se ignoran, se rozan; y en el traqueteo del vagón hipnótico cada quien se inventa la suerte del prójimo. El escritor ve lectores, el diputado, carnaza; el mosén ve pecadores, y yo veo a esa muchacha del metro. Los carteristas ven primos, los banqueros ven morosos, el casero ve inquilinos y la pasma, sospechosos en el metro. El general ve soldados; juanetes, el pedicuro; la comadrona, pasado; el enterrador, futuro. La bella ve que la miran, y el feo ve que no está solo en este mundo que viene y va. La bella se deja mirar mientras mira la nada que pasa por la ventanilla. Distante horizonte de cristal de roca, ajena y silente flor de mi derrota. El revisor ve billetes; el sacamuelas ve dientes, el carnicero, filetes; y la ramera, clientes en el metro. Los avaros ven mendigos, los mendigos ven avaros; los caballeros, señoras; las señoras, tipos raros en el metro. El autor ve personajes, el zapatero ve pies; el sombrerero, cabezas; el peluquero, tupés. Los médicos ven enfermos, los camareros, cafés; yo sólo la veo a ella: la bella, la bella, la bella que no me ve